Heme aquí rodeado de unos metros de silencio que acordonan mi soledad y me aíslan de la turba mentecata que pasa allende mi zaguán, ebria de ruidos y de necias palabras. He de dar gracias a quien, tan generoso, me ha otorgado algunos metros de silencio.
Nunca sabré si mis extravagancias son viscerales o si se deben a mi desmedida timidez. Nunca sabré si mi razón es un tratado de virtudes o un discurso de disparates. Juicio y comportamiento se escriben hoy al dictado de una aberrante esquizofrenia llamada sociedad
He salido al balcón para ver como se movía la montaña. Frente a mí, como en un cuento onírico, balanceaba sus brazos, movía sus piernas, temblaba su vientre, bailaba, en fin, su sedentario cuerpo mastodontico. ¿Se habría abierto alguna puerta oculta del Olimpo cuando las trompetas celestiales tocaban el baile de los dioses? Un buen rato después di un paso atrás en busca de mi lecho; y hasta él debía de llegar también la música pues danzaba la cama, las paredes y el suelo de mi cuarto. Todo danzaba y danzaba mientras yo mantenía un abúlico letargo. Desperté en la mañana y marcharon mis ojos, tímidos y vacilantes, tras la danza de la montaña. Una enorme resaca me hizo pensar que, en la noche, eran mis ojos los bailarines.
- Me gustan los ermitaños, los ascetas, los cartujos, los misioneros - No me gustan los obispos, cardenales ni curas barrigudos - Me gusta el aldeano, el campesino, el pastor, el jornalero - No me gustan los directores de Banco, ni los políticos, ni los acaudalados - Me gusta la montaña cuando está solitaria, el mar embravecido y las nubes plomizas - No me gustan las playas en verano ni el sol del medio día ni las cumbres ebúrneas cubiertas de masas - Me gustan los pueblos solitarios con casas descubiertas y calvas por los años - No me gustan las colmenas ni los hormigueros - Me gusta el vendedor de cupones, el hombre marginado, los limpiabotas, las gentes con síndrome de Daum - No me gustan los parlanchines, los que juegan al golf ni los que hablan "ex cátedra" - No me gustan las bodas, ni los bautizos, ni las comuniones, ni los entierros - Me gustan las iglesias y los cementerios - Me gustan las lágrimas cuando salen del alma y las sonrisas que salen del ingenio - Me gustan los borrachos no pendencieros. No me gustan los abstemios - Me gustan los desprendidos. Odio a los huraños - Me gustan los incultos por fatalidad. No me gustan los listos ni los sabelotodo - No me gustan los mercenarios de las ciencias y de las letras - Me gusta la ternura, la comprensión y el perdón - No me gusta la brutalidad ni el repudio ni el castigo - No me gustan las aduladoras, ni las que lloran en tu hombro hasta que encuentran otro hombro donde dejar su llanto - No me gustan los restaurantes de lujo ni los grandes almacenes ni los aviones. Odio las aglomeraciones - Megustaría ser fiel a mis apetecencias, pero hay algo por encima de mis gustos que, como un fanático censor, me lo impide. Por tanto no mesta el mundo en que me ha tocado vivir
No os escandalicéis si os digo que un sabio no es aquel que domina las ciencias, las artes, la filosofía o el pensamiento. Un sabio es aquel que es capaz de torear a los imbéciles sin que su humor se vea alterado.
Me encontré en el camino con un hombre candoroso e ingenuo que me asaltó y me dijo convencido: Es inútil que les pongáis dientes a las palomas. Ellas no saben morder. A la vuelta, me encontré al hombre roto a dentelladas en el atrio de su palomar.
A la tarde, en una de mis elucubraciones rayanas a la inconsciencia, acerté a dar con Dios. Estaba preocupado. Me dijo que seguía intentando encontrar a Dios.
Viaja solitario el hombre de aspecto descuidado, enjuto, cetrino por los besos del sol. Arrastrando su humildad va de puerta en puerta con aire de mendigo vendiendo lo que sabe: enseñar a pensar. Salen de su aposento los ricos mercaderes y con caras adustas le preguntan qué vende. El hombre les responde: “Si alimentas mi cuerpo yo alimento tu alma”. No despierta interés. Las puertas se le cierran; nadie acepta su trueque y sigue su camino más enclenque que ayer. Ingenuo, se pregunta si hay tantos vendedores que abortan la demanda y una sombra enigmática lo aborda de repente y susurra en su oído: ¿Pero tú estás seguro de que existen las almas?. Vende grano, o ajuares, o mentiras, si quieres que en tu mesa haya al menos un pan. Y el hombrecillo frágil, cenceño y descuidado le responde a la sombra: yo sólo sé pensar.
Se pelean como fieras. Salen de su carcasa con sus trajes de alpaca, sus corbatas de seda, sus colonias de marca, como maniquíes que adoran su imagen. Suben a los escenarios con ademanes vanidosos, con sus rostros preñados de sonrisas falsas. Se exhiben como becerros de oro. Vocean, enfatizan, engañan sin pudor. Se insultan, se descalifican, se ridiculizan. Se muerden como perros rabiosos. Prometen lo que saben que no van a cumplir. Mentiras, mentiras, mentiras. Y todo, ¿por qué?. La respuesta es tuya. Tú les sirves la carne en las urnas.
A esas gentes de lecho acomodado y pensamiento lerdo, de conducta anodina y pesebril, fanáticos de rito y pandereta: Mi indiferencia. A esas gentes de condición humilde, simples por fatalidad, que duermen su existencia al arrullo de un vaso de vino: Mi consideración A esos mandarines que presumen de honorables y han construido su blasón con el arte soez del pillaje y la cetreria: Mi repulsa. A los que ejercitan la honradez aun en las garras de su indigencia, a los que la vida les negó hasta el nombre, a aquellos que ambicionan dignidad: Mi admiración A esas gentes ebúrneas con osamenta de oro, borrachos de codicia y ahítos de ambición: Mi desprecio A mí, titiritero de pensamientos, blasonado de cordura y honestidad, ebrio de dignidad y harto de cobardía: Mi misericordia. Amen.
Llamé a la puerta y pregunté al criado si estaba su señor. ¿Quién desea saberlo? - interpeló el lacayo -. Yo mismo, respondí. Y.. ¿cuáles son sus credenciales?. Soy persona; un humano de bien; un semejante. Lo siento, respondió, mi señor no se encuentra aquí. Algún día después, llamé a la misma puerta y presenté mi tarjeta de visita en la que figuraban sólo mi nombre plebeyo y mis vulgares apellidos. El fámulo me dijo que esperara, que iba a ver si su amo estaba en casa. Al rato, respondió que el señor había salido. Volví a tocar el timbre, embozado mi rostro, y dije al mayordomo que D. Segismundo López de Aranda y Ruiz de Castroverde, conde de Villa Clara, doctor en Medicina, consejero del Banco.... deseaba ver al señor. De inmediato, y con una exquisita corrección, me pasó a su presencia. Charlamos, y era tal el interés del lord por mi locución que bendecía el momento de nuestro encuentro. Hasta pude entrever que mi enunciado causaba admiración en mi escuchante. Me pareció mezquina mi mentira y confesé que lo de los títulos y hasta el nombre, era de mi invención. ¡Bribón! espetó malhumorado. ¡Fuera de aquí, patán!. ¿Crees que mi tiempo, mi atención y mi interés se puede compartir con el villano?
En un paisaje onírico amamantado por los pechos de la realidad, meditaba, en el último peldaño de una escalera de piedras viejas, un anciano de barbas blancas y de nombre sabiduría. A sus pies, en el primer peldaño, su discípulo seguía con atención las doctas enseñanzas. Todas la mañanas desfilaban por el camino gentes de toda condición que saludaban y reverenciaban al anciano sabio. Entre ellos, un joven seguía el rito de la veneración con el rostro triste y dolorido, reflejo fiel de su cojera. “Maestro, ese hombre parece afligido y atormentado. ¿Es porque anda cojo?” “Cierto. El malestar se debe a su caminar renqueante. Tiene una esquirla en su zapato” “¿Y no puede sacársela, maestro?” “Habrá un día en que le salga sola” Pasaron soles y lunas y lluvias y sequías y gentes nuevas gastaban con sus romerias el camino viejo donde el anciano tenía su santuario. El alumno seguía sentado en el umbral de la escalera. “Maestro, hace tiempo que no veo pasar al hombre cojo” “No, ya no pasará nunca. Desapareció la esquirla de su zapato” “No entiendo maestro. Si desapareció la causa de su dolor, podría seguir venerándote con más alegría” “Imposible catecúmeno, imposible. La esquirla de su zapato, se llamaba vida”
Hoy ha entrado un ladrón en mi casa de sueños zarandeando los muebles de mi palacio y hurgando en las gavetas de mi fortuna. Después de su afanoso registro, nada cogió de lo que allí moraba. Es más, salió veloz con gesto de desdén, herido en el orgullo de su lucro. Mis tesoros son nidos de serpientes, pozos de lágrimas, tulipanes negros de hediondos aromas. Por eso mi palacio no tiene puertas ni ventanas, ni siquiera la verja negra de un campo santo. No buscan el calor de sus paredes ni los mendigos ebrios, ni los leprosos, ni los rufianes, ni los condenados. Mi castillo está a salvo hasta de los profanadores de sueños
Me encontré un día tan perdido, tan angustiado, tan impotente, tan derrotado que se me ocurrió aliarme con Lucifer y así, con las mieles del pacto, libar al menos por un momento el triunfo y el descanso. Al preparar mi dote de compromiso nada pude ofrecer a mi marchante; y ni el mismo demonio aceptó el trato
Por ahí veo pasar, a través de mi cristal tiznado, seres de mi misma condición, (supongo humana), con lazos de colores y sonrisas voluptuosas y postizas celebrando el sol de la mañana. Ufanos tras la miel de la mentira, ebrios de ignorancia, vanidosos por sus palacios de cartón y orgullosos de su tino en las cacerías. Por ahí pasan en sus limosinas con trajes de seda y manos de oro, envueltos en caviar y en ambrosías, pisando con sus botas de general a los seres borrachos de indigencia, (supongo humanos). Ahí se ven paseando, cadena en mano, a su dócil faldero de compañía, hombre de gris y pardo de rostro temeroso y arrugado, payaso de las gracias de su amo, desertor de su raza, (supongo humano). Pasan por ahí con su arsenal de uranio, con dardos de curare, subidos en sus pegasos tras el rastro famélico de su presa asustada, muñecos de sus juegos, peones de ajedrez de su yantar vampiro acurrucados en las grietas hediondas de un mundo ciego. Se hacen ver en las fiestas de liturgias con el sayón de almíbar, ocupando los bancos de terciopelo, con óbolos de miel que entregan con aflicción mordaz al oficiante, sátrapas de sectas sibilinas con escapularios de misericordia, (supongo humanos), que devoran las viandas de sus cautivos en las mismas mesas que sus tutores. Ahí están ufanos en los tronos sangrientos de sus circos, pulgar en tierra, como nerones ávidos de fiestas, pirómanos orates de las baldías súplicas de sus esclavos. Yo los veo pasar a través del cristal de mi ventana, absorto, anonadado, ciego de ira, impotente, blasfemo, títere de mi vida, (supongo humana), esperando las campanadas negras de la noche para verles sus vestes acanguelonadas por el rostro de cera de su Artemisa.
El hombre que siempre va conmigo, con el que diserto en los muchos momentos de soledad, hace tiempo que ha enmudecido. Creo que se le han gastado ya los pensamientos y prefiere el silencio a la reiteración. Ahora, yo voy a tener que llenar mi retiro absorto en la nada o en la contemplación. ¿Y él?. ¿Qué hará el hombre que siempre va conmigo para llenar su tiempo?.