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AZ IV

Abrí las puertas de mi jardín para que entraran nuevos pajarillos y se salieron los pocos que había dentro

AZB V

Mi apreciado negro. Mi querido y siempre denostado color negro. Lleva tu tinte sabor a muerte, pigmentos de desgracia y ecos tristes, silencios y baladas. Las lágrimas visten de luto y con sayón endrino las plañideras. El réquiem es sombrío, es negra la tormenta, bruna la noche y la tristeza ciega. El dolor, retintado de calavera, oscuro el campo que patea el lobo, densa la niebla, embozada la sombra de la vida y gélidas y umbrías las tinieblas. Azabache es el cuadro del averno y atezada la ira, y el odio y la batalla, y del abyecto cuervo su pijama. ¡Ah! mi querido color con nombre ciego, viajando siempre junto a la desgracia.

AZ XVII

La vida es sólo un concepto abstracto al convertirse el presente en un pasado infinitamente cercano al ahora, entrando ya, por tanto, a formar parte del amplio campo del recuerdo. Consecuentemente, la existencia es un concepto ambiguo que no existe como presente mas que en un infinitesimal momento de tiempo. Extrapolando a nuestras coordenadas de comprensión y llevando el ínfimo momento de presente a un concepto cero, despreciable comparado con la ilimitación temporal, la vida es inexistente y queda relegada a la función inmaterial del recuerdo que es, a su vez, un soporte empírico del sueño.

AZ XIV

Sesga la tarde un dardo de albahaca. En mi cerebro suenan los tambores del tedio y una nube cetrina envuelve, niebla densa, mi jardín de cipreses. Zumba una campana de dolor en la torre de pena de mi alma y, en calvario, una lágrima viva humedece las espigas blancas de mi rostro. Mi fontana de plata, ha tiempo enmohecida de sonrisas, riega con sollozos escarlatas el barbecho de mis flores canas. Y así, mis ojos ciegos, rocas de hulla, se humedecen con el aliento de la nostalgia. Mis oídos taparon sus ventanas a la cacofonía del plañido y van inertes, colgados de mi rostro enjuto, sordos a la eclosión de la jarana. Camino con la inercia de una peonza loca, pulmones de cartón, alma de títere en la sábana negra de un guiñol. Solo tengo recuerdos en mis cofres de cavilas y el hilo de una fuente arcana que rezuma una lágrima fresca en mi grial de sombras con el eco del réquiem de la sonaja.

AZB XIX

En el día, busco en el diccionario y releo el significado de la palabra esperanza; pero los dioses la han escrito en el idioma de Babel.

ACB X

Va hacia ningún lado, sin destino, apátrida de pasos invisibles, velón sin llama, agua sin cauce, sin mar, sin sed, icono de una estampa en blanco y negro. Cubre de barba sucia su tez viola y de harapos mugrientos su piel quemada. Dos chispas bajo su pelo hirsuto y graso siguen la punta vacilante de sus zapatos rotos. No tiene sol, ni lluvia, ni noche, ni día, ni horas, ni tiempo: sólo un corazón viejo y solitario que bombea una anemia. A veces, un famélico perro sarnoso olisquea sin atención su senda y al pronto se detiene y da la vuelta. Pasa junto a un arroyo y se inclina para mojar su lengua en la corriente, pero el agua se seca. Se sienta en una piedra para dar tregua a su fatiga, y la piedra, molesta, se menea. Se refugia en la sombra de un olivo y las ramas del árbol se agitan enloquecidas sin que el viento las mueva. Viaja el mendigo con su lóbrego canto miserere. Va de su soledad a ningún lado.

ACIBAR VI

Yo no puedo acudir a tu fiesta sin cercenarme el alma. Me asusta la ambrosía y el azahar me espanta. Yo soy un carroñero de mis extravagancias, un cuervo solitario, una duda sin alma, un nómada harapiento en busca de esperanza. No me seduce el rito ni tus bucles de plata, la pasión de tus carnes o tu rostro de nácar. Tú eres solo un icono con un vientre de nada, un guiñol de cartón, una lluvia sin agua. Detesto las mentiras, las fiestas, las guirnaldas, el Chanel de tu armiño, las copas de tu Cava. Tu fiesta no es mi fiesta. Tu casa no es mi casa. Yo soy un buhonero con pieles de quincalla.

LA MEDIA

A las siete y media de la mañana de todos los días laborables del año, entiéndase de Lunes a Viernes de todas las semanas de todos los meses, el Metro es un corredor subterráneo repleto de gentes que van y vienen en aluvión, superando con creces la anarquía y baraúnda de un hormiguero fustigado por el palo asesino de algún gracioso caminante. Ahí, en ese Metro de la estación de Atocha, don José Ortigosa, con su pequeña estatura y sus apenas sesenta kilos, trataba de no asfixiarse entre aquella turba enloquecida esperando con gallardía en la cuarta fila del andén la llegada de los vagones del tren. Afortunadamente la espera fue breve y no dio tiempo a que pereciera aplastado por aquella multitud de cuerpos anónimos. Cuando el convoy se detuvo y las puertas se accionaron, salió de allí una bocanada de gente que inmediatamente fue repuesta por los que allí se encontraban, llevando la peor parte los de las filas de atrás que empujaban hasta la saciedad para meterse, como fuese, en el vagón.
Don José, casi en volandas, se encontró pegado a una puerta y rodeado de barrigas, piernas y culos desconocidos que amenazaban con ahogarlo al menor descuido. El panorama, como el de todas las mañanas, era irritante y desolador. Sus ojos solamente alcanzaban la cara bruta y circunspecta de un extraño “allien” engomado a él; el sobaco de un brazo asido a la barra del vagón y una espalda fornida pegada materialmente a su pómulo derecho. Era todo lo que acertaba a ver. Trató, con ímprobo esfuerzo, de girarse un poco para evitar en lo posible aquel espaldarazo tan agresivo y, en el gesto, su mirada dio con una pequeña rendija entre todos aquellos cuerpos apiñados. Por ella veía, al fondo, en una de las butacas del vagón, unos zapatos negros de tacón que enfundaban dos piernas hermosas recubiertas por unas medias negras con un dibujo discretamente floreado, una falda negra que trataba de ocultar las partes más decorosas de esas extremidades y lo que debía ser el comienzo de un suéter de color azul. Ahí terminaba la pequeña hendidura. Toda esa maraña de gente hacinada le impedían ver el rostro de aquella figura femenina.
Clavó sus ojos en aquella imagen gratificante y, en uno de los vaivenes del convoy, las piernas se abrieron dando paso a unos largos muslos carnosos que se unían, en su final, con el vértice excitante de un tanga rojo. Don José, ante el glorioso espectáculo que se le ofrecía, dio rienda suelta a su imaginación y empezaron a despertar sus instintos libidinosos que se enfurecían de manera descarada cuando comprobó que una de las medias tenía, en lo alto del muslo, una pequeña carrera que dejaba al descubierto un hermoso y sugestivo pedazito de carne blanca. ¡Todo un tratado de erotismo!.
El tren se detuvo en la siguiente estación y observó cómo aquellas piernas, confundidas entre otras muchas más, salían del coche camino de ningún lado sin que él pudiera divisar la cara de aquella mujer objeto de sus fugaces fantasías eróticas.
Llegó a la oficina ofuscado en aquellas imágenes que pasaban por su mente, ya como fotogramas virtuales, y no pudo por menos que compartir con sus compañeros aquella escena objeto de deseo. Don José empezó a relatar con todo lujo detalle la estructura de esas medias negras con las flores a modo de encaje que embozaban aquellas piernas blancas de capiteles carnosos unidos en una cúpula roja; y esa carrera indiscreta que mostraba la generosidad del contenido. El relato detallado de don José, fue calando en la imaginación de sus oyentes que comenzaban a mostrar la inquietud propia de la libido, y, extasiados, en comunión con él, empezaban a participar en la orgía fantasiosa con aquella dama desconocida.
La oficina se convirtió ese día en un lupanar de sueños. Esas sugestivas medias negras iban apareciendo en la pantalla del ordenador, entre el humo denso del cigarrillo, en los inmaculados folios de la impresora, entre los cajones desordenados de la mesa; todo, absolutamente todo estaba tocado por aquella apariencia lasciva de aquella señorita sin rostro.
Al terminar el día, don José se marchó a su casa sin que su mente, enfermiza por aquellas imágenes voluptuosas del metro, hubiera tenido un solo momento de tregua, envuelta en todo un compendio de fantasías sexuales que, gracias a su verbo fácil y convincente, había traspasado, también, a todos sus compañeros. Cuando entró, saludó a su mujer que, como siempre, estaba pegada a la pantalla del televisor y se dirigió al baño que, como siempre también, estaba ocupado; esta vez por su hija mayor, Margarita, que se pasaba el día resaltando la lozanía de sus veintidós años con maquillajes, rímeles y toda clase de potingues a todas luces innecesarios. Después de un buen rato de espera, y en el que su vejiga estaba ya a punto de reventar, pudo por fin entrar. Una vez dentro, hubo de sortear materialmente la ropa que su hija había dejado esparcida por el suelo, manifestando así la genética del desorden de su progenitor. Mientras evacuaba, con ese gesto gratificante de alivio, sus ojos se clavaron en uno de los rincones y observó, con estupor, unas medias negras enrebujadas con sus florecillas a modo de encaje, y en una de ellas, una carrera en la parte superior de la misma. Don José, no quiso preguntarle a su hija si esa mañana había pasado en el Metro, sobre las siete y media, por la estación de Atocha.


COMO LA VIDA MISMA

Una tenue calima arropa el cauce reposado del pequeño Duero. Amanece. Las hierbas de la orilla tienen todavía en su rostro las lágrimas del rocío. Se oye el canto de algún pajarillo sin nombre escondido entre las ramas del pino albar y ese sonido a paz que da el silencio del bosque en la alborada. Paseo abstraído del mundo y dueño del paisaje, como un señor feudal por las almenas de su castillo. El sol se despereza por las pinéculas verdes del horizonte y lanza su primer bostezo de calor. Ya aparecen danzando en el espejo los primeros mosquitos de la mañana y veo alguna margarita, con el talle amarillo y la cofia blanca, en un gualdo mar de campanillas. Allá revolotea alguna golondrina.
Riiing.
El teléfono me ha vuelto a despertar. Estoy en mi despacho sentado frente a mi mesa desordenada. Ni hay campo, ni flores, ni pájaros ni amanecida. Pero....le he robado media hora, -según indica mi reloj- a mi vida tediosa.


Mi Frontera

Aquí, cuatro paredes enfoscadas de blanco, una mesa más alla del desorden, algo para escribir con recelosa pinta de instrumento malvado, algunos libros con polvo a sus espaldas y un aparato añoso que arroja por su boca de altavoz las notas de un Beethoven.
Allá, la calle de sol y lluvia con coches de arco iris en su vientre, gentes lelas con paso corto o estirado, farolas con enfermizas luces blancas, ruidos de ruido de zozobra.
Aquí la luna de mis sueños, luna gualda con flores blancas de novia eterna, el aura fresca de mi jardín modesto, calidoscopio de fantasías, un pensamiento inquieto en el crisol de tiempo de caprichos.
Allí, un barbecho sin luna, un huracán de polichinelas, las tablas de un Moisés enajenado, una celda de aceros invisibles y una soga sutil que ahoga la razón.
Aquí, una página de soledad, mariposa celeste de fantasías que liba en sus viajes oníricos el néctar de sus obstinaciones.
Allá una escuela de cetrería, un mercado sangriento de narcisistas, un coro esperpéntico de eunucos mudos, salmodias de ira, bombas, terremotos, meigas, luciferes, físicas cuánticas, sidas, parricidios....
Y en medio un zaguán sin espacio, una nada sin tiempo donde moran, etéreos, los dioses sin nombre.

Soy un hombre de gris, nada exigente, de esas gentes mediocres que pasan por la vida con la vitola del olvido. Nada hay subrayado en mi libro de recuerdos. La vida pasa a mi lado como un perro vagabundo, sin destino, haciendo suyo por la inercia del viaje el camino desierto que sólo acota el horizonte. En mi zurrón sólo llevo algún manojo de sueños que voy sacando y consumiendo en horas de fatiga. Pero el sueño es etéreo, tan ficticio como inmaterial y no sirve de vianda al final de la tarde.
Yo no sé si en un tiempo pasado, cuando puse mi ropa en la bolsa de viaje, debí echar en su fondo más cosas que sueños. Yo pensé que los sueños eran como palomas de ilusión y de esperanza que al final de su vuelo dejaban perdido en los cielos el celofán de su fantasía y volvían a mi lado sin su traje de fábula, con la rama de olivo meciendo en su pico. Pero no. Han volado millones de ellos a los cielos zarcos de mi desierto y han quedado prendidos en el negro mar de las estrellas. De mi vida, al final, ya no me quedan sueños para soltar al mundo de la esperanza. En mi alma, ajada ya por la ardua espera de esa ilusión que nunca llega, sólo queda vacío y nada, aflicción, tristeza, angustia y desasosiego.