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RELATOS

DIALOGOS ENTRE DIOS Y EL DIABLO

SATANAS.- Estoy harto, divinidad, harto de que esa patulea humana use continuamente mi nombre como insulto y descalificación. No hago más que leer en los periódicos como los unos le llaman Satán al mamarracho ese de Bin Laden y los otros le llaman Demonio al prepotente Busch. Me ningunean, divinidad, me ningunean sin ningún escrúpulo y eso no se puede consentir.
DIOS.- ¡Ah!, pues lo siento. Yo no quiero saber nada. Que cada palo aguante su vela. Además, no se ponga usted así que no es para tanto.
SATANAS.- ¿Qué no es para tanto?. ¡Anda!, que no se ponía su divinidad como un basilisco cuando antaño, carreteros, comerciantes, agricultores y enfín, gentes de condición pueblerina y plebeya blasfemaban a la orden del salterio. Pero claro, ya se encargó usted de tildar como pecado esos exabruptos escatológicos y ahora, que raramente se escuchan juramentos malsonantes en contra de su divinidad o de sus allegados, se lava las manos y me deja en la estacada mas “tirao” que una colilla.
DIOS.- Hombre, no compare. Una cosa es que las gentes empleen su patronímico como apelativo socarrón y otra bien distinta es que usen mi nombre en vano. Eso está esculpido en mis Mandamientos.
SATANAS.- ¡Coño!, pues haga usted una modificación en los mismos e incluya mi nombre dentro del segundo mandamiento. ¿Qué tal, “No tomarás el nombre de Dios ni de Satán, en vano”?. Eso sería más justo; ¡vamos!, pienso yo, porque tal y como están las cosas a mi me toman por el pito de un sereno
DIOS.- Creo que ha perdido usted el juicio.
SATANAS.- Pues no veo por qué. ¿No están los políticos ronroneando con sus estatutos autonómicos a fin de clavar el diente en la Constitución?. Y eso que sus artículos no llevan tres mil quinientos años de vigencia como llevan sus Mandamientos. ¡Que no hay nada inamovible, divinidad!
DIOS.- Es usted peor que el señor Rovira.
SATANAS.- Bueno, al grano. ¿Cambia usted los mandamientos o...
DIOS.- ¡Que no, coño!. ( Ya me está sacando de mis casillas ). Los Mandamientos ni tocarlos.
SATANAS.- Y yo, ¿qué diablos hago para salvar mi honor?, porque le repito que estoy harto de que toda esa caterva de mangarranes empleen mi nombre para insultarse, vejarse, calumniarse...
DIOS.- Bueno, hay una opción. Cámbiese usted de nombre usando el Santo Sacramento de la Confirmación.
SATANAS.- Está usted de broma, ¿verdad?. ¿Cómo voy yo a abrazar un Sacramento?. ¡Hombre, divinidad,! eso haría polvo mi reputación.
DIOS.- Usted verá. O lo toma, o lo deja.
SATANAS.- Lo dejo, ¡naturalmente!. Es preferible vivir injuriado que ceñirse a esas pamplinas sacramentales.
DIOS.- Pues ya está todo dicho así que siga usted por su camino. ¡Puerta!.
SATANAS.- Amén, divinidad, amén. ¡Qué carácter!
DIOS.- Vaya usted con Dios
SATANAS.- ¡¡Y una mierda!!.



LA MEDIA

A las siete y media de la mañana de todos los días laborables del año, entiéndase de Lunes a Viernes de todas las semanas de todos los meses, el Metro es un corredor subterráneo repleto de gentes que van y vienen en aluvión, superando con creces la anarquía y baraúnda de un hormiguero fustigado por el palo asesino de algún gracioso caminante. Ahí, en ese Metro de la estación de Atocha, don José Ortigosa, con su pequeña estatura y sus apenas sesenta kilos, trataba de no asfixiarse entre aquella turba enloquecida esperando con gallardía en la cuarta fila del andén la llegada de los vagones del tren. Afortunadamente la espera fue breve y no dio tiempo a que pereciera aplastado por aquella multitud de cuerpos anónimos. Cuando el convoy se detuvo y las puertas se accionaron, salió de allí una bocanada de gente que inmediatamente fue repuesta por los que allí se encontraban, llevando la peor parte los de las filas de atrás que empujaban hasta la saciedad para meterse, como fuese, en el vagón.
Don José, casi en volandas, se encontró pegado a una puerta y rodeado de barrigas, piernas y culos desconocidos que amenazaban con ahogarlo al menor descuido. El panorama, como el de todas las mañanas, era irritante y desolador. Sus ojos solamente alcanzaban la cara bruta y circunspecta de un extraño “allien” engomado a él; el sobaco de un brazo asido a la barra del vagón y una espalda fornida pegada materialmente a su pómulo derecho. Era todo lo que acertaba a ver. Trató, con ímprobo esfuerzo, de girarse un poco para evitar en lo posible aquel espaldarazo tan agresivo y, en el gesto, su mirada dio con una pequeña rendija entre todos aquellos cuerpos apiñados. Por ella veía, al fondo, en una de las butacas del vagón, unos zapatos negros de tacón que enfundaban dos piernas hermosas recubiertas por unas medias negras con un dibujo discretamente floreado, una falda negra que trataba de ocultar las partes más decorosas de esas extremidades y lo que debía ser el comienzo de un suéter de color azul. Ahí terminaba la pequeña hendidura. Toda esa maraña de gente hacinada le impedían ver el rostro de aquella figura femenina.
Clavó sus ojos en aquella imagen gratificante y, en uno de los vaivenes del convoy, las piernas se abrieron dando paso a unos largos muslos carnosos que se unían, en su final, con el vértice excitante de un tanga rojo. Don José, ante el glorioso espectáculo que se le ofrecía, dio rienda suelta a su imaginación y empezaron a despertar sus instintos libidinosos que se enfurecían de manera descarada cuando comprobó que una de las medias tenía, en lo alto del muslo, una pequeña carrera que dejaba al descubierto un hermoso y sugestivo pedazito de carne blanca. ¡Todo un tratado de erotismo!.
El tren se detuvo en la siguiente estación y observó cómo aquellas piernas, confundidas entre otras muchas más, salían del coche camino de ningún lado sin que él pudiera divisar la cara de aquella mujer objeto de sus fugaces fantasías eróticas.
Llegó a la oficina ofuscado en aquellas imágenes que pasaban por su mente, ya como fotogramas virtuales, y no pudo por menos que compartir con sus compañeros aquella escena objeto de deseo. Don José empezó a relatar con todo lujo detalle la estructura de esas medias negras con las flores a modo de encaje que embozaban aquellas piernas blancas de capiteles carnosos unidos en una cúpula roja; y esa carrera indiscreta que mostraba la generosidad del contenido. El relato detallado de don José, fue calando en la imaginación de sus oyentes que comenzaban a mostrar la inquietud propia de la libido, y, extasiados, en comunión con él, empezaban a participar en la orgía fantasiosa con aquella dama desconocida.
La oficina se convirtió ese día en un lupanar de sueños. Esas sugestivas medias negras iban apareciendo en la pantalla del ordenador, entre el humo denso del cigarrillo, en los inmaculados folios de la impresora, entre los cajones desordenados de la mesa; todo, absolutamente todo estaba tocado por aquella apariencia lasciva de aquella señorita sin rostro.
Al terminar el día, don José se marchó a su casa sin que su mente, enfermiza por aquellas imágenes voluptuosas del metro, hubiera tenido un solo momento de tregua, envuelta en todo un compendio de fantasías sexuales que, gracias a su verbo fácil y convincente, había traspasado, también, a todos sus compañeros. Cuando entró, saludó a su mujer que, como siempre, estaba pegada a la pantalla del televisor y se dirigió al baño que, como siempre también, estaba ocupado; esta vez por su hija mayor, Margarita, que se pasaba el día resaltando la lozanía de sus veintidós años con maquillajes, rímeles y toda clase de potingues a todas luces innecesarios. Después de un buen rato de espera, y en el que su vejiga estaba ya a punto de reventar, pudo por fin entrar. Una vez dentro, hubo de sortear materialmente la ropa que su hija había dejado esparcida por el suelo, manifestando así la genética del desorden de su progenitor. Mientras evacuaba, con ese gesto gratificante de alivio, sus ojos se clavaron en uno de los rincones y observó, con estupor, unas medias negras enrebujadas con sus florecillas a modo de encaje, y en una de ellas, una carrera en la parte superior de la misma. Don José, no quiso preguntarle a su hija si esa mañana había pasado en el Metro, sobre las siete y media, por la estación de Atocha.